Historia de Punta Ballena contada en primera persona

8 de marzo de 2020

La primera vez que fui a Punta Ballena debería ser por el año 1958. La excursión familiar llevaba todo el día, la ruta interbalnearia no estaba, asi que se viajaba por la 8 y la 9 , lo recuerdo bien pese a que era bastante chico, porque parábamos en un bar sobre la 8 donde habia un cartel que decia “Mosquitos”, hoy se que es Soca. Los detalles de como llegamos hasta el lomo de la ballena, se me borraron, si recuerdo que la zona era un páramo, habia una gruta llena de mejillones,casi sobre el agua y ahi nomás una torre de hierro bastante alta que según me contaron era de Ancap buscando petróleo. Por esas fechas se hicieron los intentos fallidos, que en algunos casos terminaron en el origen de las aguas termales en la cuencia uruguaya del río Uruguay.

La segunda vez fue el verano de 1963 y pese a la corta edad viajábamos a dedo. Salíamos de Av. Italia en Carrasco bastante temprano, hacíamos dedo hasta que el pulgar se acalambraba. Habia llegado el momento de gastar unas monedas y tomarse el ómnibus de Copsa hasta donde llegase. Para el desayuno había alcanzado una media sandia a temperatura ambiente, que vendian en las veredas lo más rápido que se pudiera antes que se estropearan.

Por lo general teníamos suerte y algún camion arenero se apiadaba, llevándonos en la caja sobre la arena, no mas lejos que Solymar. Antes recuerdo hasta haber viajado un trecho en carro, desde ahi otra vez dedo y con suerte llegábamos a Atlántida, la próxima parada era La Floresta, porque el tráfico se cortaba ahi.

Para adelante era cuestión de suerte, pocos seguían a Piriápolis y menos a Punta del Este; asi en esta ocasión nos llevo una señora hasta Sauce de Portezuelo, lo demas fue caminado por la playa, con mochila y un sol que rajaba la tierra, fueron varias horas de caminata, llegamos de color morado. La playa era un desierto, recién algunos bañistas cerca del parador de Solanas.

La casa de mi amigo estaba sobre la playa, edificada sobre un pilote de cemento de 3×3 m. En el primer piso una construcción de madera bien espaciosa con techo a dos aguas y con un balcón de generosas dimensiones, lanzado sobre la arena, casi tocando la playa. El agua estaba a 100 m, lo singular era que a manera de pórtico tenia dos costillas de ballena.

Al costado, hacia Montevideo estaba la casa de Díaz, creo que era el de los toldos de Maldonado. A unas cuadras en el mismo sentido, el único almacén con telefono. Hacia Punta del Este era todo roca, el camino hacia la punta de la ballena que partía de la ruta, era de balastro y estaba arruinado.

Alguna edificación en la entrada y también abajo, la casa de Páez Vilaro debería ser casi un proyecto, aunque se por cuentos que la habia comenzado un par de años antes y era de madera. Por las noches entre el calor y los mosquitos costaba dormir.

En la playa unos pescadores tenían su rancho con paredes y techo de lata, sobre una roca, justo donde se acababa la arena, uno se llamaba Toribio y el otro Ferreira o Pereira, los demas no me acuerdo. Este ultimo comandaba la batuta, con el íbamos en su chalana de remos hasta la punta de la ballena (foto de la portada) donde sacaba los mejillones con una cuchara de albañil y una bolsa de arpillera, usando la escafandra Funsa, adosada a una manguera de jardín, por la cual le llegaba el aire comprimido desde un motor destartalado, sobre la chalana. Tan mal andaba que una vez parecía que se apagaba, toque el tornillo para acelerarlo y se apago, abajo se veían burbujas de tamaño considerable. ¡Cómo le iba explicar al pescador que quería acelerarlo y se me apagó! Asi que me senté en mi lugar, con cara de “yo no fui” y el pobre hombre salió mas colorado que un tomate, estaba a 4 m. de profundidad.

Al regreso remábamos nosotros, eran como 2,5 Km y traíamos ¡600 Kg. de mejillones! No resulta difícil imaginarse el hambre que juntábamos, la madre de mi amigo, de apellido Boccardi cocinaba en la TV donde tenía un programa. En el balcón tenia una campana que hacia sonar para avisarnos que estaba el almuerzo, imagínense ¡toda una bacanal!, ahi descubrimos que era el condicionamiento de Pavlov con la campana excitando nuestras papilas.

Este pescador a quien muchos años despues me lo encontré regenteando las canchas de Volley y cuidando las lanchas en el mismo lugar, llevaba los mejillones a Piriápolis en una moto BMW con sidecar, algo imponente de ver en la ruta. A la tarde salíamos a caminar y sacar almejas de las que habia en abundancia, llenábamos un balde en poco rato.

En esas recorridas llegábamos hasta hostería/hotel Solana del Mar. Cerca había una casa que según decían, era toda importada desde las tejas hasta sus vidrios de marca Ray-ban. Su construcción para ese entonces era modernosa. En esa zona todo era distinto, contrariamente a la soledad de la rinconada, aqui habia calles bien delineadas pavimentadas con cemento. El responsable Antonio Bonet, un arquitecto catalán con todos los laureles, seguramente hasta nos cruzábamos con Margarita Xirgu , que veraneaba la vuelta, pero… no sabíamos quien era.

Un par de años despues (1964) estábamos parando en la casa de Fernado Lussich (tío de otro amigo). Le decian “Fernandito”, pese a que ya andaba por los 40 años. Era un personaje de aquellos, la barba le llegaba hasta la cintura, el pelo un poco menos, vestía siempre de carpintero blanco y botas. Además tocaba el violín, su saludo era siempre “bendito Dios o tata Dios”. Llevaba siempre un diario para sentarse en los taxis porque decia que asi evitaba el contagio. Creo recordar que tampoco daba la mano por el mismo motivo, sin duda una fobia.

Su casa queda arriba, entre la ruta interbanearia y el camino Lussich, tenia techo de chapa y la rodeaban una cuantas hectáreas (40), adentro parecía una tapera, pero con muebles de calidad aunque ruinosos, alrededor no vivia nadie. Cerca quedaba la casa de Lussich, bastante abandonada por ese entonces. La madre de mi amigo que tambien se apellidaba Lussich de segundo apellido era nieta de Antonio, pasaba las vacaciones de niña en esa casa.

Recuerdo haber recorrido el arboreto, atravesando una portera cerrada con candado, por un sendero casi tapado de vegetación, (probablemente como el de la foto de abajo pero al natural). Adentro algunos árboles como alcornoques (corcho) o pinos chinos, llamaban la atención. Siempre me quedo la duda si la casa que dicen habitó el arquitecto catalán Antonio Bonet no seria esta, porque en su biografía dice “En 1945 se instala en una casita sin luz eléctrica ni agua corriente al pie del arboretum.” Por la zona no habia otra, esta era súper vieja, el techo era de chapas, quedaba cerca del arboretum y por consiguiente de la casa de Lussich, tampoco tenia luz eléctrica.

Fernado Lussich posiblemente era nieto de Manuel, habida cuenta que creo llevaba el apellido Lussich y a Antonio se le murió su hijo, alla por 1927. La casa tenia muchísimas cosas de valor, que por su cantidad y variedad difícilmente pudieran estar en uso en una casa, por lo que podrian tener su origen en parte el pago de los rescates o simplemente fueron adquiridos en oportunidad de los salvatajes. Vivia con su hermana en Montevideo, en la calle Av.Brasil casi Soca, en una casa antigua.

Adentro parecía un museo, tenia un sótano de generosas dimensiones al cual bajé. Estaba bastante repleto de Limoges y Sevres entre otras prestigiosas marcas. Cada tanto vendía un juego y seguía tirando; su vida era espartana. Su hermana medio mística, había vivido en la India o estado por algún tiempo allí; tenia un aire de estar en el “mas allá”.

Más recuerdos

No tenía amigos con casa y no me acomodaba del lado de lo que hoy se conoce como Las Grutas, sino del otro lado de la Punta, en la Rinconada que en aquél entonces era Portezuelo. Nos quedábamos a mitad de la subida. Desde allí bajábamos entre espinas de la cruz hasta un escondido mirador entre las dos grutas que espero todavía existan del lado oeste de Punta Ballena.

Una de ellas era bastante profunda y en la entrada tenía como una columna natural, o alguna milenaria estalactita y estalagmita coincidiendo por las gotas perseverantes que caían del techo. Debajo de esa gotera ubicábamos un balde de lona y esa era toda el agua potable que disponíamos. Era suficiente para beber y preparar la comida… si la cuidábamos. Y estaba bien fresca.

Las carpas las acomodábamos arriba de ese arrecife, con una vista que no se podía creer. Hoy creo que es propiedad privada, alguna vez volví, pero nadando; contra toda norma no se podía caminar por el borde del acantilado. En rigor de verdad ya en aquél entonces habían puesto un alambrado cercando lo que hoy es el Club de los Balleneros. Pero no le dábamos pelota ni al alambrado, ni al vigilante que venía a ahuyentarnos con una escopeta de chumbos (suponíamos). También nos amenazaba con dos preciosos doberman que lo acompañaban, pero nosotros boleábamos la pata y seguíamos de largo, tras asegurarle que si nos chumbaba los perros se los matábamos con las manos. Y seguro que se los matábamos nomás, porque éramos tres, pero muy jóvenes, muy entrenados y muy inconscientes. Lo único que queríamos era continuar nuestro camino por el borde del acantilado, con el sagrado supuesto de que el paisaje no se puede privatizar.

Las nuestras eran carpas caseras, pero aguantaban las frecuentes pamperadas del verano. Del otro lado había otra gruta que tenía entrada por el mar y, trepando en la oscuridad, podía llegarse cerca del campamento. No éramos los únicos que acampábamos allí. Escarbando al pie de los árboles encontrábamos calderas y ollas improvisadas y hasta algunos fósforos encapsulados en parafina. Las dejaban para nosotros y nosotros retribuíamos dejando lo mismo y hasta algún sobrante de arroz.

Algunos pescaban, otros salíamos a Portezuelo a recoger esas almejas de las que hablaba Alberto o a arrancar algunos mejillones de las rocas. Un poco de arroz y salsa de tomate los transformaban en un festín. No existían los caldos en cubitos pero conseguíamos unos frascos de caldo granulado y siempre estaba el corned beef y las latitas de paté para proveer proteína convencional. A las galletas de campaña también había que enterrarlas porque merodeaban las comadrejas y algunos otros bichitos con los que convivíamos en armoniosa competencia. Y yo me sabía todo sobre yuyos salvajes comestibles, como la lengua de vaca.

Hay una aventura que todavía puede correrse, pero hay que ser buen nadador. Salís temprano en la mañana desde la Rinconada y le das vuelta nadando a toda la Punta Ballena. No parece tanto, pero son más de tres kilómetros en ida y vuelta. La aventurita tiene la incomodidad de que en muchos lugares se hace muy difícil trepar a las rocas para descansar, pero también la ventaja de que no hay mucha profundidad, algo así como dos metros y medio con bastante arena de fondo. Con suerte regresás a tiempo para el almuerzo. No dejes de llevar el snorkel y si te es posible, una cámara fotográfica sumergible. Y estate atento, porque nunca falta quien anda haciendo caza submarina y te lo encontrás de frente apuntando con el rifle de aire comprimido. En serio, a mí me pasó.

Otra cosa que me pasó, fue encontrarme con un desfile de aguas vivas gigantescas, todas ordenaditas como si fuera una parada militar, justo en la línea que separaba el agua fría con una corriente de agua cálida que estaba entrando en la rada desde el norte. Desde abajo, traslúcidas por el sol, eran un paisaje que sobrepasaba la imaginación de Dalí. Y danzaban armoniosamente como animadas por una música que sólo ellas podían escuchar.

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